lunes, 9 de diciembre de 2024

3. NOMBRE DEL CAPÍTULO O SECCIÓN


EL REGRESO A CASA 

Recuperar la libertad tras haberla perdido es abrumador: una mezcla de alegría, alivio y quizás incluso incertidumbre se puede sentir.  Volver a casa después de una ausencia impuesta bajo amenaza, puede sentirse como un renacer, pero también como un desafío. La sensación de redescubrir lo cotidiano, de volver a decidir libremente, puede traer lágrimas de felicidad, pero también el peso de lo vivido. En algunos casos, la adaptación toma tiempo, pues la mente y el cuerpo procesan lo que significó la pérdida y el regreso.

Ahora se que comienza el largo camino de sanar el trauma de lo vivido pero lo hago en libertad, porque esta  cicatriz no me define, me recuerda la fortaleza que no sabía que tenía. Sentí miedo pero mi voluntad de vivir siempre fue más fuerte.

En las primeras horas de la mañana de ese mismo día, llegué a la casa de mi hermano mayor, donde me estaba quedando temporalmente tras mi separación conyugal. Al llegar, mi cuñada Victoria, ajena a lo ocurrido, abrió la puerta y, al verme, exclamó con sorpresa: ‘¡Ramón! No esperaba verte tan temprano. ¿Todo está bien?’ Su expresión reflejaba genuina preocupación, y en ese instante supe que tendría que encontrar las palabras adecuadas para explicarle lo sucedido

— Anoche no dormiste en casa, tu hermano y yo estuvimos muy preocupados — dijo mi cuñada, con el ceño fruncido y la voz cargada de inquietud. 

— ¿Por qué llevas esa ropa tan sucia? — preguntó, observando con ojos llenos de desconcierto. 

Bajé la mirada antes de responder, sintiendo el peso de las palabras que estaba a punto de pronunciar.

 — Anoche me secuestraron unos delincuentes — murmuré, notando cómo la expresión de Victoria cambiaba repentinamente de preocupación a asombro y temor.

"Sorprendidos por lo acontecido, el resto de la familia me esperaba en el recibidor, sus rostros reflejaban ansiedad y preocupación mientras aguardaban el relato de lo sucedido. Me inundaron con preguntas, tratando de comprender lo ocurrido, pero mi estado emocional en ese momento me impedía responder. Sentía el peso abrumador de la experiencia, incapaz de encontrar palabras que explicaran lo que había vivido.

Sin mediar palabra, abandoné el recibidor y me dirigí a la habitación, sintiendo cada paso como un peso sobre mi cuerpo. Cerré la puerta tras de mí, como si aquel gesto pudiera aislarme del mundo exterior y darme un instante de tregua. En el silencio de la habitación, me recosté en la cama, buscando refugio en el sueño, esperando que el agotamiento me venciera y me permitiera descansar.

Sin embargo, al cerrar los ojos, las imágenes regresaron con una precisión inquietante. Los rostros, las voces, el miedo latente en cada instante volvieron a proyectarse en mi mente, repitiéndose una y otra vez, atrapándome en un ciclo interminable de recuerdos que no lograban desvanecerse. Intenté apartarlos, enfocarme en el presente, en el tacto de las sábanas o el sonido tenue de la casa, pero nada lograba romper el bucle implacable de mi memoria.

Fijé la mirada en el techo de la habitación, intentando encontrar una explicación a lo sucedido. Durante unos instantes, me pregunté si aquel secuestro había sido realmente fortuito o si, por el contrario, estaba ligado a los conflictos que había tenido en el hospital, tanto con mi jefe como con algunos colegas. La incertidumbre se instaló en mi mente, dando paso a un sinfín de conjeturas que no lograban ofrecerme ninguna certeza.

Con esas interrogantes aún latentes, me giré una y otra vez en la cama, buscando el alivio del sueño. Sin embargo, cada intento de descanso era interrumpido por el peso de mis pensamientos, que volvían una y otra vez, manteniéndome atrapado en la espiral de dudas y sospechas."

Fijé la miraba en el techo de la habitación buscando una explicación a lo sucedido, pensé por un momento que el secuestro no fue casual, que quizás, los conflictos que tuve en el hospital con mi jefe y con otros colegas tuvo relación con el hecho. Con esas interrogantes daba vueltas en la cama intentando conciliar el sueño de manera natural, pero fue imposible, entonces recurrí a un sedante y fue así como logré dormir unas horas. 

Por la mañana del día siguiente, me desperté con una mezcla de ansiedad y determinación. Tras tomar un baño y disfrutar de un desayuno ligero, me dispuse a salir temprano rumbo a la oficina de investigación criminal. Allí, los agentes me esperaban para llevar a cabo las declaraciones de rigor, en las que debía aportar todos los detalles que recordaba sobre los acontecimientos recientes. Además de reconstruir los hechos con precisión, mi presencia era crucial para identificar y reconocer a los responsables del secuestro.

Cada palabra que pronuncié en la sala de interrogatorios tenía peso, pues no solo ayudaba a esclarecer lo sucedido, sino que también contribuía al proceso de justicia. La tensión era palpable, pero me enfoqué en brindar la mayor cantidad de información posible, con la esperanza de que esto sirviera para que los culpables fueran llevados ante la ley.

Ese día la colega no asistió a brindar declaraciones. Dos horas después, sin reconocer a los responsables del secuestro abandoné la estación de policía y retorné de nuevo al hogar de mi hermano. 

En horas de la tarde, agotado por el cúmulo de emociones, entré a mi habitación con la intención de descansar. Sin embargo, el sueño me resultaba esquivo. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes del secuestro volvían a mi mente con una nitidez aterradora. Revivía una y otra vez los momentos de mayor tensión, en especial el instante en que el delincuente nos amenazó de muerte. Sentía mi corazón latir con fuerza, como si aún estuviera atrapado en esa pesadilla.

El reloj marcaba las seis de la tarde cuando escuché el timbre de la casa de mi cuñada. Eran mi madre y otros familiares que, alarmados por los sucesos ocurridos, habían venido a verme. Apenas me vio, mi madre corrió hacia mí y me abrazó con fuerza, sin pronunciar palabra. Pero no hacía falta; el temblor de sus manos y el torrente de lágrimas que brotaban de sus ojos lo decían todo.

—Gracias a Dios que estás bien, hijo —susurró con la voz entrecortada.

Respiré hondo, tratando de calmarla.

—Madre, quédate tranquila, ya todo pasó —le respondí con suavidad, intentando transmitirle seguridad.

Pero la incertidumbre seguía reflejada en su rostro. Me miró con preocupación antes de hacer la pregunta que sabía inevitable.

—¿Cómo sucedió esto, hijo? —quiso saber, en un tono de voz lleno de angustia.

Sentí el peso de su pregunta y me preparé para contarle lo sucedido, consciente de que cada palabra no solo ayudaría a aliviar su inquietud, sino también a liberarme de aquel tormentoso recuerdo que aún me perseguía. A pesar de todo, no tenía ánimo para responder. Una profunda apatía e indiferencia hacia lo que me rodeaba se apoderaba de mí, y sin más palabras, me limité a decir:

—Disculpa madre, me siento cansado, buenas noches —dije.

Fueron las últimas palabras que pronuncié antes de ir a la cama. Tomé un sedante y, sumido en aquel estado de hastío, dormí profundamente toda la noche.

Al día siguiente me incorporé a mis labores habituales en el hospital donde ejercía mi profesión de médico. Muchos colegas expresaron su pesar por lo sucedido. 

En los días que siguieron a aquel acontecimiento, una sensación de vacío se instaló en mí. Me invadía una apatía insidiosa y una indiferencia absoluta hacia todo lo que me rodeaba. Mis pensamientos, teñidos de pesimismo, giraban en torno a la inutilidad y la falta de sentido, atrapándome en una espiral de negatividad. Me resultaba difícil concentrarme en cualquier tarea, pues mi mente repetía una y otra vez los mismos pensamientos, impidiendo cualquier intento de salir de ese círculo vicioso.

Al llegar a casa vivía una experiencia compleja y cargada de emociones encontradas. No había tristeza ni miedo, era una sensación de desapego y desconexión hacia los demás, y a veces hacia mí mismo. Sentía cambios bruscos de humor pasando de la apatía a la irritabilidad difícil de controlar. No quería hablar ni dar explicaciones de lo ocurrido. Sentía algo por dentro que no podía explicar, era una sensación de vacío, como si me faltase algo, un sentimiento profundo de soledad, aun viéndome rodeado de mi grupo familiar. Era una sensación de apatía, como si la vida hubiera perdido su color y significado, o bien como si se hubiese perdido el sentido de la vida.  

 

A medida que fue transcurriendo el tiempo perdí el interés por actividades que antes disfrutaba, sentía que nada era lo suficientemente interesante o emocionante o que el futuro no tenía nada bueno que ofrecerme. Era un sentimiento de vacío interior como si tuviese un gran agujero en el alma que me dificultara la conexión con los demás y me impidiera establecer relaciones significativas y agradables. Posteriormente los sentimientos de culpa fueron apareciendo, culpa  por no haber hecho lo suficiente para defender mi integridad ante la amenaza a pesar de estar a salvo. Luego el miedo apareció y se reflejaba en las pesadillas y en el constante estado de alerta que se manifestaba al evitar las salidas nocturnas. Luego la ira fue ocupando espacios en mi vida, algunas veces hacia mí mismo o hacia el mundo en general, contrastando con mi actitud durante el secuestro y en el curso de este, porque estando bajo la amenaza de dos personas armadas no sentí miedo ni traté de defenderme, por el contrario, tomé una actitud pasiva, obediente y me dejé arrastrar por la corriente.  

 

Las noches se convirtieron en un infierno, era difícil dormir, porque al cerrar los ojos repetía en mi mente muchas de las escenas del secuestro, sobre todo aquellas cuando el sujeto que conducía el vehículo, que, a pesar de no haber visto su rostro, su voz amenazante retumbaba en mi mente. Las veces que esa escena se repetía, sentía ira e impotencia por no poder luchar. Sentía culpa por no haber defendido nuestras vidas, a sabiendas que si lo hacía estaba expuesto a morir. Fue una lucha injusta, porque el enemigo llevaba ventaja, tenía las armas y nosotros indefensos. Pasaron los días, las semanas y la  culpa me consumía. No haber defendido nuestras vidas pesaba sobre mí, aun sabiendo que hacerlo habría significado una condena segura. La lucha fue injusta, desigual desde el inicio: ellos tenían las armas; nosotros, solo el miedo y la impotencia.

 

Los días se arrastraron y, con ellos, las semanas. La paranoia comenzó a instalarse como una sombra persistente, distorsionando mi percepción de la realidad. Veía amenazas en cada rincón, rostros sospechosos en cada esquina. Los delincuentes parecían multiplicarse en mi mente, acechándome sin descanso. Para soportarlo, encontré refugio en la compañía de un perro; su presencia, aunque silenciosa, se convirtió en mi única fuente de seguridad en un mundo que sentía cada vez más hostil."

 

La vivencia del secuestro, sumado al antecedente de la separación conyugal y la ausencia de mis hijos en esos momentos críticos, fueron detonantes  de las alteraciones emocionales que sentía, manifestándose como un miedo constante que me paralizaba y una profunda sensación de vulnerabilidad. Cada día se convirtió en una lucha contra la ansiedad, los recuerdos intrusivos y una tristeza que parecía teñir todo de gris, dejándome sin herramientas para enfrentar la cotidianidad, lo que me llevó a un estado de hipervigilancia y desconfianza. 

El insomnio se apoderó de mis noches y el aislamiento se convirtió en mi único refugio, pues sentía que el mundo exterior era un lugar amenazante del que ya no quería formar parte. Todo ello configuraba un complejo cuadro de estrés postraumático. Sentía que mi identidad se había fracturado; por un lado lidiaba con el duelo de mi vida familiar perdida y, por otro, con el terror y la impotencia por la experiencia vivida, traduciéndose en ataques de pánico, una angustia persistente y la dolorosa sensación de haber perdido el control sobre mi propia vida y mi seguridad. Fue un torbellino emocional que me sumergió en la más profunda oscuridad. Estas vivencias no sólo quebraron mi estabilidad, sino que me forzaron a la difícil tarea de reconstruirme desde los escombros, buscando un nuevo sentido a la resiliencia y a la vida misma.

 

Pude lograr una aparente estabilidad ayudado por el afecto de mi hermano, cuñada y sobrinos, quienes en todo momento mitigaron la ansiedad y soledad que yo sentía. Por el trauma vivido y el temor  a un nuevo acontecimiento estresante me vi obligado a renunciar a la asistencia de partos en horas nocturnas,  priorizando así mi estabilidad emocional y mi bienestar personal, aunque que significó una  merma en mi consulta privada en más del cincuenta por ciento, solo me quedó la asistencia de pacientes de consulta ginecológica en horas diurnas.                        

Meses después, por presiones arbitrarias y políticas del nuevo jefe del departamento en el hospital donde laboraba, tuve que renunciar al hospital donde me desempeñaba como coordinador de la residencia de postgrado y jefe de la sala de parto, lo que sumó nuevas pérdidas e incrementó aún más el trastorno emocional que estaba viviendo como consecuencia del secuestro.  

 

 

 

 

 

 

 


Página siguiente

No hay comentarios:

Publicar un comentario