domingo, 8 de diciembre de 2024

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EL CAMINO HACIA LA SANACIÓN

 

"Cada paso que das hacia la sanación es un acto de valentía. No estás definido por lo que sufriste, sino por la fortaleza con la que avanzas."

 

Transcurrido un año del secuestro, la inestabilidad emocional persistía, motivo que me obligó a buscar refugio en el hogar materno, cuyo domicilio estaba ubicado en otra ciudad, a varios kilómetros de la ciudad donde se produjo el incidente. Allí me mantuve un largo tiempo sin el temor de nuevas amenazas y con la oportunidad de ver a mis hijos y compartir gratos momentos con ellos para aliviar la aflicción que sentía, fusionando dos dolores distintos en una única y abrumadora sombra que se cierne sobre mis días. Durante mi estancia en el hogar materno, tuve la dicha de compartir momentos entrañables con una amiga y vecina cercana a mi grupo familiar. Nuestras conversaciones eran profundas y sinceras; hablábamos de nuestras vidas, de los errores que nos habían marcado y de los aciertos que nos habían guiado, de nuestros hijos y de la difícil situación que atravesábamos. Ella era una mujer adulta, fuerte y luchadora, con ideas afines a las mías y un entusiasmo palpable por comenzar de nuevo. Provenía de un hogar estable y unido, aunque llevaba consigo el peso de una separación conyugal anterior. Sus dos hijos eran su mayor impulso, su razón para seguir adelante. El paralelismo entre nuestras historias resultaba asombroso, y, sin dudarlo ni mirar atrás, decidí intentar una relación de pareja con ella. Fue así como, el 23 de julio de 1982, unimos nuestras vidas en matrimonio. Aquel vínculo no solo representaba un nuevo comienzo, sino que se convirtió en mi salvación, sacándome del abismo en el que me encontraba. Su compañía, su fortaleza y su amor me ofrecieron el refugio que tanto necesitaba.

Al día siguiente, en un gesto de celebración y renovación, mi esposa, nuestros cinco hijos y yo embarcamos en un crucero por el mar Caribe. Fue más que un viaje de luna de miel: fue el primer paso hacia una vida reconstruida, marcada por la esperanza y el renacer.

 

Durante ese viaje fui dibujando la realidad de mi sueño y olvidé temporalmente todo lo sucedido. En mi nuevo hogar estaba feliz, porque iniciaba una nueva experiencia y tenía esperanza de continuarla con éxito, pero aquella felicidad tuvo los días contados, mis hijos decidieron marcharse con su madre a otra ciudad lejana. La ausencia de  mis hijos ocasionó en mí una sensación de vacío emocional y abrió  de nuevo la herida del estrés postraumático que había vivido un año atrás. Dejándome a la deriva en un silencio que grita sus nombres, transformando mi propio hogar en un paisaje ajeno y desolado. Un eco constante que me recuerda que las piezas más importantes de mi vida ya no están en su lugar y el miedo de entonces ahora tiene el rostro de la soledad de hoy, como si el tiempo se hubiera plegado sobre sí mismo, atrapándome de nuevo en la misma impotencia y desolación. Pero esta vez, debo aprender a ser yo quien rescate mi propia esperanza, entiendo que sanar no es olvidar, sino aprender a vivir con las cicatrices, honrando tanto el amor como el dolor que conllevan.

En mi soledad existencial por la ausencia de mis hijos, reflejaba una hostilidad que contaminaba mi hogar y mi entorno social. Mis niveles de tolerancia eran muy bajos, sentía deseos de estar solo, no quería visitas ni de amigos ni de familiares. Viví así, amurallado en mi propio dolor, creyendo que el aislamiento me protegería. Sin embargo, con el tiempo, el silencio de la casa dejó de ser un refugio para convertirse en una celda cuyo único carcelero era yo mismo. Me di cuenta de que al alejar a todos, no solo me estaba defendiendo del dolor, sino también de cualquier posibilidad de consuelo y sanación. Lentamente y con la fragilidad de quien vuelve a aprender a caminar, he comenzado a abrir pequeñas grietas en ese muro. Aceptar un café, responder un mensaje o simplemente sostener una conversación breve, se han convertido en pequeños actos de rebeldía contra la amargura que amenazaba con consumirlo todo. El camino es largo, pero he decidido no permitir que la ausencia defina el resto de mi existencia.

El divorcio anterior, la ausencia de los hijos, el secuestro y la  pérdida del empleo; fueron acontecimientos vitales estresantes que conspiraron contra mi salud mental y de la novel unión conyugal que estaba viviendo. Cada golpe parecía una prueba diseñada para quebrar cualquier atisbo de felicidad. Reconocer el peso de estas heridas, tanto las mías como las que infligía a mi pareja, fue el doloroso pero necesario despertar que nos impulsó a buscar un nuevo camino, uno donde el apoyo mutuo y la paciencia se convirtieron en el lenguaje principal de nuestro compromiso. 

Dado que la situación en el hogar se deterioraba cada vez más, mi pareja decidió consultar el asunto con mi hermano Watson, con quien siempre he sentido una conexión especial desde la infancia. Al día siguiente, temprano en la mañana, mi hermano llegó a casa. Nos sentamos a conversar durante largo rato sobre mi comportamiento y las dificultades que enfrentábamos. Con su característico tono comprensivo, me escuchó atentamente y me brindó su punto de vista, ayudándome a ver la situación desde otra perspectiva. Finalmente, con genuina preocupación por mi bienestar, me sugirió que considerara buscar ayuda de un especialista, lo que podría ser un paso importante para encontrar soluciones y mejorar nuestra convivencia.  

Después de atravesar el impacto emocional, escuchar con atención los consejos de un ser querido fue el primer paso hacia la sanación. Sus palabras de aliento no solo ofrecieron orientación, sino también un recordatorio de que no estaba solo en el proceso. Sus palabras de afecto se convirtieron en un refugio, una guía que ayudó a encontrar claridad en medio de la tormenta  que atravesaba.

 

“A veces, la verdadera fortaleza radica en permitirnos ser escuchados y recibir el apoyo que, en momentos difíciles, puede marcar la diferencia”

 

Acepté la sugerencia de mi hermano y acudí a consulta con un psiquiatra amigo, un colega que trabaja en el mismo hospital donde laboré durante muchos años. Desde antes de nuestra conversación, él ya estaba al tanto de mi secuestro, por lo que comprendía la magnitud de lo que estaba atravesando. Durante la consulta, le describí con detalle los síntomas que estaba experimentando: la profunda tristeza, la ansiedad constante y la sensación de vacío que me acompañaban día tras día.

Tras escucharme con atención, el colega me miró con seriedad y expresó con firmeza: 

—Tienes claros síntomas depresivos como consecuencia del acontecimiento traumático que has vivido. —Dijo el colega. Es fundamental que abordemos esto cuanto antes para evitar futuras complicaciones.

Su diagnóstico no me sorprendió, pero aun así fue difícil de asimilar. Me explicó que la combinación de medicación y apoyo psicológico sería clave en mi proceso de recuperación. Me alentó a no enfrentar esta situación solo, asegurándome que con el tratamiento adecuado y el acompañamiento necesario, poco a poco podría encontrar alivio y recuperar el equilibrio emocional que tanto anhelaba.

 

Acepté el diagnóstico médico del psiquiatra y asumí el compromiso de cumplir con las indicaciones farmacológicas y la ayuda psicológica. 

 

Transcurrió el tiempo bajo estricto cumplimiento de las indicaciones del médico, superé la depresión y me mantuve expectante ante cualquier signo o síntomas que evidenciara males mayores por el trastorno postraumático. Llevé paz al hogar y el tiempo libre lo dediqué a realizar estudios de psicología, que quizás era una manera de comprender los cambios que experimenté y que aún vivía para ese entonces. La psicología no borró el pasado, pero me dio el poder de resinificar. Cada concepto aprendido era una pieza que me ayudaba a integrar la experiencia en mi historia de vida, no como un capítulo oscuro, sino como el catalizador que me llevó a construir una paz interior mucho más consciente, deliberada y duradera. 

 

Con relación a la amiga y colega que me hizo compañía durante el secuestro, no tuve oportunidad de verla nuevamente ni tener noticias de ella por mucho tiempo. Pasaron varios años y recibí la noticia de que se había divorciado y se encontraba viviendo en otro país acompañada con sus dos hijas. Su estado de salud era muy delicado como consecuencia de la cirugía y quimioterapia realizada por una lesión tumoral en la mama derecha. A su regreso al país tuve la oportunidad de encontrarla. Fue un saludo afectuoso, pero muy breve como temiendo hablar de lo ocurrido durante aquella trágica noche que ambos vivimos. 

 

Con relación a mi persona, seguí las recomendaciones del psiquiatra y logré una mejoría en mi estado anímico, que me permitió sentir una aparente estabilidad emocional y motivación de logro para emprender nuevos avances en mi ejercicio profesional privado, pero a los pocos meses  comencé a percibir secuelas psicológicas y fisiológicas post traumáticas. Las secuelas psicológicas se evidenciaron con la susceptibilidad al llanto cuando recordaba momentos vividos durante el secuestro, era un llanto espontáneo por la intensa carga emocional que llevaba dentro de mí debido a la ansiedad, el miedo o la depresión. Este tipo de respuesta emocional era una forma en la que mi cerebro procesaba el trauma y buscaba aliviar la tensión acumulada. Las alteraciones fisiológicas se manifestaron por aumento de la sed, la micción y el hambre, sensación de fatiga e incremento de los niveles de azúcar en sangre, y fue necesario asistir a consulta médica cuyo diagnóstico fue diabetes, que persiste hoy en día con secuelas físicas como la neuropatía diabética con todas sus implicaciones. 

 






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